El gobierno de César en la provincia de Hispania no se encuentra bien documentado; sabemos que lideró una pequeña y rápida guerra en el norte de Lusitania que quizá le proporcionara algo de botín para saldar parte de las deudas generadas en su gestión como edil, y ganarse un buen crédito como líder castrense. Sin duda, el éxito militar fue importante, ya que el Senado le concedió un triunfo.
César abandonó su provincia antes incluso de la llegada de su sustituto y marchó a Roma con celeridad. Al llegar al Campo de Marte tuvo que detenerse a la entrada de la ciudad, —pues aún ostentaba el imperium— hasta haber celebrado el triunfo. Ante la imposibilidad de entrar en Roma, se instaló en la Villa Pública y se apresuró en presentar su candidatura al consulado por persona interpuesta o bien mediante una misiva al senado, pues no hay constancia de que este se reuniera extra-pomerium, es decir, "fuera del pomerio", para escuchar la petición. Tras demorarse un día, parecía que el Senado no tendría problemas en validarla.
«Cedant arma togae («Cedan las armas a la toga»). Marco Tulio Cicerón no dejó que nadie olvidara nunca su afirmación de que en el 63 a. C., con la derrota de la conspiración de Catilina, él había salvado la República.
Catón, portavoz de la facción optimate más conservadora, era reacio a que un político popular obtuviese el consulado y más aún si este político era César, a quien detestaba, y sabiendo que se debía votar antes de la puesta del Sol, siguió hablando hasta bien entrada la noche, por lo que no se pudo aprobar la moción anterior. Ante ello, César decidió prescindir de los laureles de su triunfo y presentarse personalmente como candidato.
Tras no haber podido neutralizar la entrada de César en las elecciones, los optimates se movieron rápidamente para encontrar un candidato que equilibrase la balanza, y que perteneciera a la esfera de las ideas conservadoras, con el fin de contrarrestar las medidas que César pudiese tomar.[55] Pompeyo mientras tanto había empezado a repartir dinero entre su clientela y votantes, gastando cuanto fuese necesario para comprar los dos consulados. Mientras, Catón eligió como candidato a su yerno Marco Calpurnio Bíbulo, quien para los optimates interpretaba el papel de salvador de la República. En las elecciones del año 59 a. C. César fue primero con diferencia y Bíbulo ganó el segundo puesto.
Todo parecía transcurrir con naturalidad para los conservadores, que, tras bloquear políticamente a Pompeyo, y ante la perspectiva para ellos inaceptable de permitir que un hombre como César, tan sediento de gloria y con dotes militares, fuese gobernador de una provincia, iniciaron maniobras para evitarlo. Catón planteó al Senado que una vez acabado el mandato de los cónsules, y estando Italia plagada de forajidos y bandidos tan solo diez años después de la rebelión de Espartaco, sería en bien de la República encargar a los cónsules que acabaran con ellos en una misión de un año de duración. El Senado acogió favorablemente la idea, que se convirtió en ley. La voluntad de Catón se cumplió perfectamente y parecía que César terminaría su consulado como policía, entre aldeanos y pastores italianos.
Fue una decisión arriesgada, no obstante, pero al tomarla el Senado se aseguraba de que si César no la aceptaba tendría que recurrir a la fuerza para revocarla y sería declarado un criminal, un segundo Catilina. La estrategia de Catón consistió siempre en identificarse con la tradición y arrinconar a sus enemigos contra ella hasta obligarlos a tomar el papel de revolucionarios. En el Senado los aliados de los optimates liderados por Catón mantenían una mayoría sólida, contando con Craso y su poderoso bloque, pues todo el mundo esperaba que este se opusiese a cualquier medida de Pompeyo.
En la primera reunión del Senado durante el consulado de César, este trató de ofrecer un generoso acuerdo para recompensar a los veteranos de Pompeyo. Catón no estaba dispuesto a que se aprobara y empezó a utilizar su táctica favorita: habló y habló hasta que César le impidió seguir, indicándoles con un gesto de la cabeza a sus lictores que se lo llevaran. Al verlo, algunos senadores comenzaron a abandonar sus puestos; al ser interrogados por César para conocer por qué se marchaban, uno de ellos le contestó que «prefiero estar en la cárcel con Catón, que en el Senado contigo».
Ante ello, se vio obligado a rectificar, pero su retirada fue puramente estratégica: llevó la campaña de su ley agraria directamente ante los Comicios. Roma empezó a llenarse de veteranos de Pompeyo, lo que alarmó a los conservadores. Sin embargo, César podía hacer que fuera aprobada por el pueblo la propuesta con fuerza de ley, pero ir contra la voluntad del Senado era una táctica poco ortodoxa, que arruinaría su crédito entre sus colegas y su carrera habría terminado. La estrategia de César se desveló en la recta final de la votación: no sorprendió a nadie que la primera persona en hablar en favor de sus veteranos fuese Pompeyo; pero la identidad de la segunda persona que apoyó la moción fue sorpresiva: Marco Licinio Craso. Los optimates, desbordados, vieron cómo caían todas sus esperanzas. Juntos los tres hombres, podrían repartirse la República como gustasen. Los historiadores designan esta unión como el primer triunvirato, o el gobierno de los tres hombres. Para confirmar la alianza, Pompeyo se casó con Julia, la única hija de César, y a pesar de la diferencia de edades y de ambiente social, el matrimonio fue un éxito.
Las razones por las que estas tres personalidades de la vida pública romana decidieron unirse no deben buscarse más que en los intereses de cada uno. Pompeyo necesitaba a César para que se aprobaran las leyes agrarias que dotaran de tierras a sus veteranos; Craso quería un mando proconsular que le proporcionara verdadera gloria, que no había conseguido en su represión de la revuelta de Espartaco y César necesitaba del prestigio de Pompeyo y de los fondos de Craso para poder conseguir la provincia que ansiaba.
Desde luego, no debe pensarse que el acercamiento de estos tres grandes personajes de la República fuera súbito, por más que constituyera una sorpresa para sus coetáneos, fue una maniobra política de cuya existencia se dieron cuenta más bien gradualmente.
Marco Bíbulo y los conservadores que lo apoyaban iniciaron una estrategia en la retaguardia: empezaron a usar el veto para oponerse a las propuestas de César; pero César no estaba dispuesto a que no le dejaran legislar, y llevó sus proyectos directamente ante los Comicios, donde se aprobaban, entre otras cosas, por el decidido apoyo físico de los veteranos de Pompeyo. Sin embargo, cuando en un altercado algunos elementos del populus arrojaron una cesta de estiércol a la cabeza de Bíbulo, este optó por retirarse de toda la vida política, aunque sin renunciar a su magistratura, con el pretexto de dedicarse a la observación de los cielos en busca de presagios. Esta decisión, aparentemente de espíritu religioso, estaba destinada a impedir a César aprobar leyes durante su consulado, pero César ignoró sistemáticamente los augurios desfavorables que publicaba diariamente Bíbulo y se apoyó para la toma de decisiones en los tribunos de la plebe y en los Comicios.
Como es sabido, los romanos denominaban los años por el nombre de los dos cónsules que regían dicho período. El año 59 a. C., tras la nula participación de Bíbulo, fue llamado por los propios romanos (con sentido del humor) el «año de Julio y César».
LA GUERRA DE LAS GALIAS
Tras un año difícil como cónsul, César recibió poderes proconsulares para gobernar las provincias de Galia Transalpina (actualmente el sur de Francia) e Iliria (la costa de Dalmacia) durante cinco años, gracias al apoyo de los otros dos miembros del triunvirato, que cumplieron con la palabra dada. A estas dos provincias se añadió la Galia Cisalpina tras la muerte inesperada de su gobernador, Quinto Cecilio Metelo Céler. Eran unas provincias muy buenas para alguien que, como César, y siguiendo la típica mentalidad del procónsul romano, no tenía intenciones de gobernar pacíficamente, pues estaba necesitado de bienes para pagar las fabulosas sumas que adeudaba.
EL MUNDO ROMANO ANTES DE LA GUERRA DE LAS GALIAS
La oportunidad se le presentó mediante una teórica amenaza de los helvecios, que pensaban emigrar al oeste de las Galias. Decidido a impedirlo y con la excusa política de que se acercarían demasiado a la provincia de la Galia Cisalpina —los helvecios querían instalarse en pago Santón, al norte de la Aquitania— reclutó tropas e inició las operaciones bélicas que, a la postre, darían lugar a lo que más tarde se denominó Guerra de las Galias (58 a. C.-49 a. C.), en la que conquistó la llamada Galia Comata o Galia melenuda (actualmente Francia, Holanda, Suiza y partes de Bélgica y Alemania), en varias campañas. César hizo una demostración de fuerza construyendo por dos veces un puente sobre el Rin e invadiendo en dos ocasiones Germania sin intención de conquistarla, e hizo otro alarde de fortaleza cruzando el Canal de la Mancha también por dos veces hacia las Islas Británicas, si bien es cierto que estas dos incursiones tenían un sentido más estratégico que colonial.
Entre sus legados (comandantes de legión) se contaban sus primos Lucio Julio César y Marco Antonio, Marco Licinio Craso, hijo de su compañero de triunvirato, así como Tito Labieno, cliente de Pompeyo, y Quinto Tulio Cicerón, el hermano más joven de Marco Tulio Cicerón, todos hombres que habrían de ser personajes importantes en los años siguientes.
En materia de tácticas, Julio César usó con gran resultado lo que se conoció como celeritas caesaris, o «rapidez cesariana» (que puede comparase, salvando las distancias, a la denominada guerra relámpago del siglo xx), aparte de su genio militar tanto en batallas campales como en asedio de ciudades. Además, supo conjugar sabiamente la fuerza, la diplomacia y el manejo de las rencillas internas de las tribus galas, para separarlas y vencerlas.
César derrotó a pueblos como los helvecios en 58 a. C., a la confederación belga y a los nervios en 57 a. C. y a los vénetos en 56 a. C. Finalmente, en 52 a. C., César venció a una confederación de tribus galas lideradas por Vercingétorix en la batalla de Alesia. Sus crónicas personales de la campaña están registradas en sus Comentarios a la Guerra de las Galias (De Bello Gallico).
De acuerdo con Plutarco, la guerra se cerró con un balance de 800 ciudades tomadas (como la de Avarico, en la cual, de los 40 000 defensores, solo quedaron 800), 300 tribus sometidas, un millón de galos reducidos a la esclavitud y otros tres millones muertos en los campos de batalla. Plinio habla de 1 192 000 muertos y más o menos los mismos prisioneros y Veleyo Patérculo dice que murieron 400 000 galos y muchos más fueron tomados prisioneros, aunque las cifras de los antiguos historiadores deben tomarse con mucha precaución, incluidas las del propio Julio César.
Utilizó en varias ocasiones la táctica de sorprender al enemigo apareciendo ante él como por ensalmo y, a despecho de los días de marcha, hacía que sus soldados se enfrentasen directamente con el adversario, pese a que este consideraba que el cansancio invalidaría el empuje de sus legiones. Fue igualmente brillante en los asedios de ciudades, llegando al culmen en el sitio de Alesia, en donde ordenó construir una doble línea de fortificaciones de varios kilómetros de extensión, para blindarse frente a los casi trescientos mil galos que intentaban ayudar a los ochenta mil soldados de Vercingetórix asediados, a los que César tenía acosados dentro de la plaza fuerte. César, con menos de cincuenta mil efectivos correspondientes a diez legiones nunca completas tras ocho años de guerras en las Galias, venció a unos y a otros en la misma batalla en la que se decidió el destino de los galos.
Fuentes: Wikipedia, Afm Elierf
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